El fast fashion (moda rápida) ha convertido la ropa en un producto tan efímero como una tendencia viral. Cada prenda, fabricada a bajo costo, promete estilo instantáneo, pero encierra un ciclo de contaminación y desigualdad que ahoga al planeta.
Las tiendas físicas y digitales del fast fashion han cambiado la forma de vestir. Han hecho de la moda algo accesible, pero también profundamente desechable. Miles de millones de prendas se producen cada año, y casi la misma cantidad termina en vertederos o incineradores. La Agencia Europea de Medio Ambiente calcula que entre el 4% y el 9% de los textiles en Europa se tiran sin haber sido usados. En 2020, cada persona en la Unión Europea compró 16 kilos de ropa y desechó más de 11.
Entre el 60% y el 70% de esas prendas está hecho de plástico, sobre todo poliéster. Su producción depende del petróleo y el gas, y cada prenda deja una huella profunda: agua, tierra, carbono y microplásticos. Solo en 2020, el consumo textil medio europeo requirió 9 metros cúbicos de agua, 400 metros cuadrados de tierra y 391 kilos de materias primas. Además, los tintes y fibras sintéticas liberan químicos que envenenan ríos y mares.
La ropa que Occidente descarta suele viajar al sur global, donde los países cargan con las consecuencias de un consumo ajeno. En Kenia, los montones de prendas llegan al mercado Mitumba, símbolo de un sistema que mezcla dependencia y reinvención. Lo que en Europa es basura, en Nairobi es sustento, empleo y creatividad. Sin embargo, el flujo es tan abrumador que más del 40% acaba en vertederos, contaminando suelos y aguas subterráneas.
Allí, un grupo de jóvenes diseñadores intenta revertir la historia. Con residuos textiles crean desfiles y obras que celebran la resiliencia. El documental Waste Land (2025) retrata esa transformación: cómo los desechos del fast fashion se convierten en arte, denuncia y conciencia ambiental. “Estamos convirtiendo la basura en moda”, dijo una de las diseñadoras a The Guardian.
En América Latina, la historia no es distinta, aunque tiene sus matices. Toneladas de ropa no vendida o defectuosa —proveniente de empresas como Shein— llegan a mercados populares desde México hasta el Cono Sur. En comunidades rurales y barrios urbanos, los vendedores ambulantes las transforman. Algunas prendas se remiendan, otras se reinventan con bordados o mezclas inesperadas. Así, lo que fue exceso en el norte se convierte en oportunidad en el sur.
Este comercio informal sostiene a miles de familias y frena, en parte, el despilfarro textil. Pero la carga ambiental persiste. Las prendas sintéticas que no se venden terminan enterradas o quemadas, liberando toxinas que contaminan el aire y el suelo.
Kenia y América Latina encarnan una resistencia creativa frente al colapso del modelo lineal. Son territorios donde los residuos se transforman en recurso, y la moda se vuelve una forma de resistencia. Sin embargo, estas iniciativas no bastan. Frenar el daño del fast fashion exige una transformación global: cadenas de suministro responsables, consumo consciente y políticas que prioricen la justicia ambiental.
Porque la ropa que vestimos también cuenta la historia del mundo que estamos dejando.
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