Belém es una ciudad conocida por su lluvia intensa, sus sabores amazónicos y su cultura vibrante. Sin embargo, desde el 10 de noviembre, es también el centro del debate climático global. La COP30 ha convertido a la capital de Pará en escaparate internacional. Aun así, esa visibilidad contrasta con otra realidad marcada por la desigualdad y el racismo ambiental.
La ONU define el racismo climático como la situación en la que las comunidades históricamente marginadas soportan los peores impactos de la crisis climática. En Belém, ese concepto no es teórico. Se ve en el territorio, en las calles y en la vida diaria de miles de personas.
El reciente estudio del Instituto Pólis, Racismo ambiental e injusticia climática: el papel de las ciudades para abordar el cambio climático y combatir las desigualdades socioterritoriales, confirma esta brecha estructural. Belém enfrenta pobreza, saneamiento deficiente, inundaciones cada vez más frecuentes y una sorprendente falta de áreas verdes pese a estar rodeada por la mayor selva del planeta. Además, las inversiones se concentran en barrios de élite, mientras las comunidades ribereñas e indígenas quedan invisibilizadas.
La desigualdad climática tiene un fuerte componente racial. El 73,3% de la población de Belém es negra. En las favelas, llega al 78,5%. Este patrón resulta de un modelo urbano que ha empujado históricamente a la población negra hacia zonas con peor infraestructura, mayor calor y más riesgo de inundaciones.
Entre el mediodía y las tres de la tarde, las temperaturas alcanzan sus máximos. Aunque los 31 a 33 grados son habituales, la exposición al calor cambia drásticamente según el barrio. Las olas de calor son más intensas y su impacto depende del acceso a infraestructura adecuada. La OMS recomienda que una ciudad tenga al menos 30% de cobertura vegetal. Belém cumple el promedio, con 33,3%. No obstante, en los barrios de menor renta este porcentaje baja al 29%. Eso implica menos sombra y menor capacidad de amortiguación térmica.
En viviendas hechas con materiales de bajo rendimiento térmico y con ventilación limitada, estas condiciones se vuelven críticas. El calor extremo se siente más y afecta de forma directa a la salud.
La vulnerabilidad climática también aparece en el manejo del agua. Belém creció sobre áreas frágiles. En las márgenes de ríos y orillas de igarapés viven unas 136.000 personas. Allí, el alcantarillado es precario y el arbolado callejero llega apenas a un tercio del registrado en zonas de mayor renta. La superficie de suelo permeable marca otra brecha: 55,7% en la ciudad, pero solo 50,6% en las favelas. Además, aunque el 75,9% de las viviendas tiene desagües, en las favelas la cifra cae a 68,8%.
Las obras anunciadas para preparar Belém ante la COP30 han profundizado la desigualdad. El paquete de intervenciones del Gobierno del Estado de Pará, destinado a mejorar el drenaje urbano, excluyó a quienes más lo necesitan. En la cuenca del Tucunduba, por ejemplo, las máquinas llegaron con remociones forzadas. Familias históricamente asentadas en los márgenes de los canales fueron expulsadas. Las indemnizaciones resultaron insuficientes, lo que empujó a muchas mujeres negras y hogares de bajos ingresos a nuevas zonas de precariedad.
Mientras tanto, en las calles de Belém, la protesta crece. Unas 70.000 personas marcharon este sábado contra la COP30. La movilización, organizada por la Cumbre de los Pueblos, llevó el lema “Desde el Amazonas para el mundo: Fin de la desigualdad y del racismo ambiental. Justicia climática ya”. Activistas, representantes indígenas y movimientos sociales caminaron varios kilómetros hasta las inmediaciones del recinto oficial.
La ministra de Medio Ambiente de Brasil, Marina Silva, subrayó que esta es “la COP de la verdad, la COP de la implementación”. Insistió en la urgencia de abandonar los combustibles fósiles. También destacó la reducción del 50% en la deforestación de la Amazonía y la caída de los incendios en biomas como el Pantanal. Sin embargo, reconoció que “aún no es suficiente” y pidió avanzar hacia un “desmantelamiento cero”.
La marcha incluyó performances simbólicas como el “funeral de los combustibles fósiles” y una gran escultura llamada “Plaga naranja”, que representaba a Donald Trump. Hubo críticas a Lula da Silva por autorizar nuevas exploraciones de petróleo en el Amazonas. Los manifestantes también denunciaron la privatización de ríos y el avance de la minería. Además, ondearon banderas de Palestina, ampliando el mensaje político.
Delegaciones de Kenia, Filipinas y Malasia recordaron las pérdidas humanas y territoriales provocadas por la crisis climática. Eva Saldaña, de Greenpeace, advirtió que la emergencia sigue y pidió acuerdos “sin excusas”.
La movilización marca el regreso de las marchas masivas en cumbres climáticas tras tres años en países con severas restricciones a la protesta. El precedente más cercano fue la Marcha Global por el Clima en la COP26 de Glasgow.
El protagonismo indígena fue evidente. Txai Suruí pidió más presión para evitar retrocesos. Benedito Huni Kuin denunció la masacre ecológica en sus territorios. Naraguassu Pureza da Costa criticó la invasión de capital extranjero y de empresas multinacionales sobre tierras ancestrales.
En paralelo, Brasil logró consenso en la agenda inicial de la COP30, aunque postergó temas clave como financiamiento, metas de emisiones y barreras comerciales. Las negociaciones siguen “divididas”, según fuentes diplomáticas.
En este contexto, veinte países ya firmaron la Declaración de Belém sobre la Lucha contra el Racismo Ambiental. El documento reconoce que la crisis ecológica es también una crisis de justicia racial. Denuncia la exposición desproporcionada que sufren comunidades afrodescendientes, pueblos indígenas y poblaciones locales. Además, insta a los Estados a erradicar desigualdades que condicionan el acceso equitativo a recursos, oportunidades y beneficios del desarrollo sostenible.
La iniciativa forma parte de la estrategia brasileña de ampliar las agendas de igualdad y sostenibilidad. También se vincula al nuevo ODS 18, dedicado a la promoción de la igualdad étnico-racial.
Al mismo tiempo, la Cumbre de los Pueblos abrió un espacio alternativo a la COP30. Más de 200 embarcaciones inauguraron el evento. Hubo debates con representantes de 60 países. Más de 25.000 personas se inscribieron. Movimientos sociales insistieron en una agenda antiimperialista y en una lucha organizada desde los territorios. Más de 1.200 organizaciones firmaron la convocatoria. La Marcha Global por el Clima reunió delegaciones de 65 países y recordó figuras como Chico Mendes, símbolo del ambientalismo amazónico.
Mientras la COP30 continúa, organizaciones como Alboan impulsan la educación ecosocial y el llamado a “amazonizar” la mirada. Edukalboan promueve materiales educativos que conectan la justicia socioambiental con la defensa de la Amazonía.
La justicia climática exige actuar ahora. Es urgente y es posible. La COP30 revela que las soluciones existen, pero requieren voluntad política, cooperación y compromiso real con las comunidades más vulnerables.
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