La COP30, que se celebrará en 2025 en Belém do Pará, Brasil, no solo enfrentará una crisis climática. También deberá responder a otra menos visible, pero igual destructiva: la crisis informativa. En plena emergencia ambiental, los medios y plataformas digitales están contaminando el debate público con desinformación, propaganda verde y relatos patrocinados por los mismos intereses que agravan el colapso ecológico.
La desinformación climática ya no es un accidente: es una estrategia. Se financia, se diseña y se distribuye con precisión. Corporaciones de energía fósil, grupos políticos y hasta gobiernos recurren a campañas digitales para sembrar dudas sobre la ciencia o para limpiar su imagen con discursos de sostenibilidad vacíos. La manipulación informativa se ha convertido en una herramienta de poder económico y geopolítico.
En un mundo donde el calentamiento global avanza más rápido que las políticas que intentan frenarlo, la desinformación es un obstáculo tan grave como las emisiones. Al distorsionar los hechos, frena la acción colectiva, divide a las comunidades y neutraliza la indignación pública. Peor aún: convierte la urgencia en indiferencia.
El ecosistema mediático, debilitado por la precarización laboral y la concentración de propiedad, es especialmente vulnerable. Muchos medios sobreviven gracias a patrocinios de empresas vinculadas a la explotación de hidrocarburos, la deforestación o la minería. Ese financiamiento condiciona el enfoque de las coberturas y silencia a quienes denuncian los abusos. En la práctica, los medios reproducen una narrativa que presenta la crisis ambiental como un problema técnico, no como un colapso estructural del modelo económico.
El greenwashing ya no se limita a campañas de marketing. Se ha infiltrado en los titulares, en los foros de discusión y en las propias coberturas de la COP. Bajo el disfraz de objetividad, los medios repiten sin cuestionar los discursos de “transición verde” de gobiernos y corporaciones. Pero detrás de esas promesas de carbono cero y desarrollo sostenible se esconden proyectos extractivos, desplazamientos y violaciones a los derechos de pueblos indígenas.
La censura ambiental ya no opera con silencios, sino con exceso de ruido. Noticias falsas, estadísticas descontextualizadas y reportajes patrocinados crean un paisaje informativo saturado donde la verdad pierde peso. Desinformar también contamina: degrada la capacidad social para actuar, anestesia el debate y perpetúa la injusticia ambiental.
Frente a esa distorsión sistémica, el periodismo ético debe asumir una postura de resistencia. Informar no basta; hay que desmantelar las narrativas del poder. La cobertura de la COP30 no puede limitarse a reproducir comunicados oficiales ni a medir emisiones en abstracto. Debe revelar las conexiones entre políticas climáticas, desigualdad y extractivismo.
El periodismo ambiental crítico no es un lujo académico: es un acto de defensa pública. Exigir transparencia en el financiamiento mediático, verificar la información y amplificar las voces de las comunidades afectadas son formas de reparación y justicia. La ética periodística, en este contexto, no se define por la neutralidad, sino por la responsabilidad.
Belém do Pará, sede de la próxima COP, será el epicentro de esa disputa entre verdad y propaganda. En la región amazónica —donde la deforestación avanza y los asesinatos de defensores ambientales se multiplican— la información puede salvar vidas o encubrir crímenes. El papel de los medios será decisivo: o se convierten en herramientas de justicia ambiental, o seguirán siendo engranajes de la maquinaria de desinformación.
La COP30 pondrá a prueba no solo los compromisos climáticos de los Estados, sino también la integridad de la prensa global. En tiempos de colapso, informar con verdad es un acto de reparación. En tiempos de manipulación, es un acto de rebeldía.
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