Los espeluznantes viajes del plástico

Los intentos paupérrimos de las compañías multimillonarias que se han encargado de generar muchos más residuos que los que nuestro planeta puede aguantar se han encargado de hacernos creer que realmente existe algo que podemos hacer al respecto para reducir este fenómeno. El reciclaje es real, es verdad, pero sus alcances son mucho menores de lo que nos han hecho creer. El plástico y los desechos nos están consumiendo cada vez más, desde nuestros ecosistemas hasta nuestra salud.

 

Este es el argumento de la amplia investigación que hizo Alexander Clapp para escribir el libro  “Waste Wars: The Wild Afterlife of Your Trash”, en el que viajó a diferentes lugares del mundo y atestiguó los enormes daños de la monumental cantidad de residuos que llevamos generando desde hace décadas.

 

La basura que no se va

Los desechos que la gente solía y en los que probablemente nunca más pensaba se convirtieron en algunos de los objetos más redistribuidos del planeta, y normalmente terminaban a miles de kilómetros de distancia. Fue un proceso desconcertante, que comenzó con la exportación de desechos industriales tóxicos. A fines de la década de 1980, miles de toneladas de sustancias químicas peligrosas habían salido de Estados Unidos y Europa rumbo a los barrancos de África, las playas del Caribe y los pantanos de América Latina.

 

Alexander Klapp explica que, a cambio de esta infinidad de toxinas, a los países en desarrollo se les ofrecieron grandes sumas de dinero o se les prometieron hospitales y escuelas. El resultado en todas partes fue muy similar. Muchos países que se habían separado del imperialismo occidental en la década de 1960 se encontraron con que en la década de 1980 se estaban convirtiendo en cementerios de la industrialización occidental.

 

Indignados, docenas de países en desarrollo se unieron para poner fin a la exportación de desechos. El tratado resultante —el Convenio de Basilea, que entró en vigor en 1992 y fue ratificado por casi todos los países del mundo, excepto Estados Unidos— ilegalizó la exportación de desechos tóxicos de los países desarrollados a los países en desarrollo.

 

A pesar del éxito legislativo, las naciones más pobres del mundo nunca han dejado de ser receptáculos para la basura cada vez más proliferante de Occidente. La situación actual es, en muchos aspectos, peor que en los años 80, cuando se reconocía ampliamente que la exportación de desechos era inmoral. Hoy, la mayoría de los desechos viajan bajo la apariencia de ser reciclables, envueltos en el lenguaje de la salvación planetaria.

 

El comercio de desechos de hoy es una bonanza oportunista, una válvula de escape de la responsabilidad ambiental que se beneficia de enviar desechos de todo tipo a lugares que no están en condiciones de recibirlos.

Plástico: una historia de terror

En ningún otro lugar el comercio de desechos de hoy alcanza dimensiones más asombrosas que con el plástico. Las escalas de tiempo por sí solas son difíciles de creer. Las botellas o los envases de cartón para llevar que poseemos durante a veces solo minutos (como botellas o vasos de café) emprenden arduos viajes de meses de duración, que expulsan carbono, de un extremo a otro de la Tierra. Al llegar a aldeas de Vietnam o Filipinas, por ejemplo, algunos de estos objetos se reducen químicamente, una tarea que consume mucha energía y libera innumerables toxinas y microplásticos en los ecosistemas locales. La capacidad del proceso para producir nuevo plástico es, en el mejor de los casos, dudosa, pero el costo ambiental y para la salud es catastrófico. Los desechos plásticos en el mundo en desarrollo (que obstruyen los cursos de agua, exacerban la contaminación del aire, se infiltran en el tejido cerebral humano) ahora están vinculados a la muerte de cientos de miles de personas cada año.

 

Los datos que presenta Klapp en su libro son espeluznantes en verdad. Cuenta cómo en Indonesia, en las más de 17,000 islas que componen el país, el plástico que se consume en el país se maneja tan mal que se cree que 365 toneladas de este material llegan al mar cada hora. 

 

Y, sin embargo, en las profundidades de las tierras altas de Java, hay paisajes infernales de desechos occidentales importados (tubos de pasta de dientes de California, bolsas de supermercado de los Países Bajos, barras de desodorante de Australia) apilados hasta la altura de las rodillas hasta donde los ojos pueden ver. Demasiados para siquiera intentar reciclarlos, se utilizan como combustible en decenas de panaderías que abastecen los mercados callejeros de Java con tofu, un alimento básico de la cocina. El resultado es una de las cocinas más letales imaginables, con venenos de plástico occidental incinerado que ingieren cada hora un gran número de indonesios.

 

Aparentemente, la basura que viaja tiene muchas ventajas. Los países ricos se liberan de una responsabilidad y los productores de basura quedan exentos de responsabilidad.

 

 La necesidad de encontrar un lugar para depositar toda nuestra basura nunca ha sido más urgente: un estudio reciente de las Naciones Unidas concluyó que uno de cada 20 objetos que se mueven a través de las cadenas de suministro mundiales es ahora algún tipo de plástico, lo que representa una industria anual de mil millones de dólares que vale más que el comercio mundial de armas, madera y trigo juntos.

 

Y más allá de encontrar donde depositarla, es urgente que tanto los consumidores como las personas terminen de entender lo extremadamente nocivo que es el plástico para nosotros y para el planeta. No hay excusas para seguir defendiendo el plástico después de todo el trabajo que implica solamente deshacernos de él. Más allá de seguir creyendo que vamos a poder reciclar todo lo que compramos, es tiempo de entender que en este planeta ya no hay espacio para más residuos. Nuestra vida literalmente depende de ello.

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Publicado por
Constanza García Gentil

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