Por: Juan Pablo Rivero, CEO de Hydrous.
En México, beber agua sin exponerse a contaminantes invisibles como los microplásticos o los llamados “químicos eternos” se está volviendo cada vez más difícil. Son sustancias que no podemos ver, oler ni saborear, pero que podrían estar acumulándose en nuestros cuerpos cada vez que abrimos la llave.
Los PFAS (sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas) representan una familia de más de 12,000 compuestos químicos sintéticos diseñados para durar. Están presentes en productos tan comunes como ropa impermeable, cosméticos, utensilios de cocina antiadherentes y envases de comida rápida. El problema es que son casi indestructibles: pueden permanecer en el medio ambiente y en nuestros cuerpos durante décadas, incluso siglos. Diversos estudios internacionales los han relacionado con alteraciones hormonales, enfermedades hepáticas, disminución de la fertilidad y ciertos tipos de cáncer.
Por su parte, los microplásticos (partículas plásticas menores a 5 milímetros) ya han sido identificados en el agua de grifo, en garrafones, en refrescos y en agua embotellada. En algunos casos, se han registrado concentraciones de hasta 860 partículas por litro. La mayoría de estas partículas provienen de los mismos materiales que usamos a diario: PET, polietileno, polipropileno. Sin embargo, la mayoría de las personas sigue sin saberlo.
Ese desconocimiento generalizado es parte del riesgo. Sin información clara, la exposición se vuelve cotidiana e inevitable. Y aunque la regulación en México aún no alcanza los estándares de países como Estados Unidos o la Unión Europea, eso no significa que no haya nada que podamos hacer. Todo lo contrario: hay soluciones disponibles, urgentes y alcanzables.
Una de ellas son las plantas de tratamiento de aguas residuales (PTAR). En México, estas plantas tienen una eficiencia de entre 82.5% y 98.7% para capturar microplásticos. Esto significa que, cuando funcionan adecuadamente, pueden evitar que millones de partículas lleguen a ríos, lagos y mantos freáticos. El problema es que muchas operan por debajo de su capacidad o están en desuso. Invertir en su rehabilitación y expansión es una de las acciones más concretas y efectivas para reducir la carga de contaminantes emergentes en el agua.
Mientras tanto, como ciudadanos también podemos tomar medidas para reducir nuestra exposición:
No se trata de vivir con miedo, pero sí con conciencia. No se trata de esperar a que todo lo resuelva una norma, sino de reconocer que ya existen herramientas que pueden marcar la diferencia.
Beber agua no debería ser una apuesta a ciegas. Debería ser un derecho que podamos ejercer con la certeza de que no estamos introduciendo toxinas invisibles en nuestro cuerpo. Y mientras llega la regulación, mientras se transforman los sistemas, hay una verdad que no podemos ignorar: cada gota que filtramos, cada plástico que evitamos, cada planta que rehabilitamos, nos aleja un poco más de la amenaza invisible que hoy corre por nuestras tuberías.
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